Buenos Aires. Aeropuerto, pasaporte, embarque. DF.Combinación.
Maleta. Aduana. Mérida.
Calor. Mucho calor. Palmeras a través de la ventanilla del auto
que me llevó al hotel El Castellano, donde fui alojada. Y ese tono latinoamericano,
tan amable, tan distinto a mi argentino, que da la sensación de que todo el
tiempo te invitan a cenar.
El Amaro fue el testigo de la integración entre los
participantes del Festival. Bajo su árbol viví enriquecedoras charlas y muchas
risas.
Los espectáculos que formaron parte del corpus del Festival,
mostraron la gran variedad de estilos, de búsquedas estéticas, de textualidad,
que estamos transitando en este tiempo.
Interesante fue encontrarme con similares características y
dificultades de producción entre los diferentes grupos (y países). No me sentí
tan sola. Aunque también algo desesperanzada en cuanto a políticas culturales
se refiere.
Participar con nuestro espectáculo nos produjo primero
alegría, orgullo, responsabilidad, y luego, muchísimo agradecimiento. Por el
respeto con el que fuimos tratadas, con la tranquilidad y la alegría con la que
se trabajó, con las facilidades procuradas.
Llevar nuestra obra, y con ella, nuestra manera de hacer
teatro, y con esto, de ver el mundo; compartir con colegas de lugares lejanos
nuestras inquietudes y reflexiones y maneras de expresarlas; vibrar con ellos;
sentir su aplauso y brindarles el nuestro; todo esto tiene para mí un valor
incalculable, que hizo que mi regreso a mi país y a mi tarea esté inundado de
reflexiones profundas sobre las maneras de trabajar, de producir, de
relacionarnos con el quehacer que nos compete.
Por
eso, no somos las mismas al volver del Festival. Regresamos enriquecidas por
todo lo que nos llevamos de esta hermosa experiencia.
Verónica Mc Loughlin
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